Algo más


La ciudad desconocida

11/05/2020 Angel de Diego

“-Bueno, vamos allá.
Temblando enderecé la bicicleta. Mi padre me ayudó a encarame en el sillín, pero no corrió tras de mí. Sencillamente me dio un empujón y voceó cuando me alejaba:
Mira siempre hacia adelante; nunca mires a la rueda.”
Miguel Delibes “Mi querida bicicleta”.

Como a Delibes, a muchos de nosotros, nos ha quedado un imborrable recuerdo del día que aprendimos a montar en bicicleta; adherido a nuestra memoria, esperando; quien sabe si dispuesto a despertar en cualquier momento para empujarnos a dar una nueva pedalada. Cómo podíamos imaginar que llegaría un día en el que muchos, casi a la misma hora, sacarían sus bicicletas de rincones olvidados, y se atreverían a dar esa pedalada.

Parecían felices. Nosotros lo éramos, siempre habíamos soñado ver la ciudad así. Algo había cambiado, algo debería cambiar.

Hubo un momento en el que empezamos a dejar de caminar con libertad por la ciudad. Aprendimos a movernos por los laterales de las calles, bordeando los edificios. En el centro de cada calle apareció un gran espacio negruzco por el que no debíamos caminar, como si de una frontera se tratase. Para cruzarla, la frontera, nos pusieron unos postes con luces de colores, debíamos esperar la luz verde. Nos dijeron que era mejor, había llegado él y decidimos, o decidieron, que lo más conveniente sería apartarnos a los bordes, sin saber.

Llegaría un día, en que hasta la calle que nos lleva al mercado, la que está frente al ayuntamiento, si al cruzarla mirabas a un lado y a otro, veías la enorme capa negra, inmensa, inaccesible. Las aceras parecía que hubiesen desaparecido, costaba encontrarlas con la mirada, pero si las buscabas podías encontrarlas a los bordes del asfalto, parecían tan pequeñas al lado de toda aquella explanada negra.

Él, ruidoso y humeante. Había cambiado mi ciudad y todas las que conocíamos. Ya nada parecía que pudiera detenerlo y nadie parecía atreverse a hacerlo. Al principio, dijeron que era el progreso, ahora me cuesta creerlo.

Así las cosas, las personas nos acostumbramos a caminar apresuradas, unos complacientes, otros escépticos y otros cabreados con aquello ¿Qué podíamos hacer?

Pero algo cambió de nuevo y pasamos a estar confinados, protegiéndonos de una pandemia y a salvo de él. Mi calle ha vuelto a cambiar. Él ha dejado de pasar, ya no hay ruido y huele diferente. Ahora escucho gente caminar y hablar, los veo cruzar de un lado a otro de la calle, se atreven a pisar la gran frontera negra, incluso algunos se han atrevido a pasear por ella. Otro, se ha hecho una foto en medio de la calle, no debía creérselo. Me parecían más tranquilos que otras veces.

Los pájaros se posan confiados, se distingue su canto entre conversaciones. El verde de esta primavera parece más verde y es que los árboles no traen esa pátina grisácea en sus hojas. Ha emergido entre nuestras calles una ciudad desconocida.

Hace años Marc Augé escribió un pequeño libro titulado “Elogio de la bicicleta” una utopía urbana, emplazada en la ciudad de París, en la que él, ese al que aún no hemos nombrado, dejó de dominar la ciudad para ocupar un lugar más humilde. Se limitaría su uso a lo estrictamente necesario y siempre mediante el correspondiente permiso. Unos grandes artefactos lo acogerían en las entradas a la ciudad y solo unos pocos servicios podrían servirse de él. Como podéis imaginar en esta historia las personas recobran el deleite de pasear por su ciudad, respiran mejor y han vuelto a disfrutar de olores extinguidos como las castañas asadas en el otoño. Los encuentros imprevistos por el azar se suceden con normalidad. Las bicicletas se han convertido en un modo habitual para el desplazamiento, recuperando el bello significado de la palabra movilidad. Una afición por personalizar las bicicletas se ha apoderado de la ciudad.

El prestigio de la bici es tal que surgen multitud de nuevas modalidades deportivas para su uso. El “efecto pedalada” es la expresión de moda. Así lo describe Augé.

Pero lo más interesante resulta ser que en muchas ciudades sus habitantes hace ya un tiempo que han pensado que esa “ciudad desconocida” para nosotros, imaginada y descrita con acierto por Augé, no debía ser una propuesta descabellada. Se han empeñado en convertirla en realidad. No debe ser un camino fácil, sin duda, pero empujan y miran hacia adelante, como decía su padre a Delibes mientras aprendía a montar en bicicleta.

Ahora, a medida que volvamos a la calle, a lo cotidiano, volveremos a encontrarnos con él y seguramente quiera adueñarse otra vez de nuestra ciudad. Pero esta vez, ya no será sin saber, porque ya conocemos a la “ciudad desconocida”, la que ha emergido durante estos días, la de caminantes y ciclistas, que pasean y hablan, que juegan y pueden ocupar la calle entera. Pero puede que también vuelvan las disculpas, porque trabajo, porque hay cuestas y llueve, o porque cuando hace frio, o puede que no vuelvan. Porque en esas otras ciudades que se esfuerzan por ser como el París de Augé también trabajan, suben cuestas y se mojan, pero han elegido que él ya no será dueño y señor de sus calles.

El virus #ambar21 que cambió el sistema

15/03/2021 Rafa Casuso

Era una tranquila mañana de domingo de primavera, cuando todo empezó a cambiar en una pequeña e insignificante ciudad del norte del país. En ese día de la semana, el ritmo de la ciudad se ralentiza para todos. La actividad económica y el orden social impuesto, se relajan en los días de asueto. Los motorizados con ruedas reducen su transito por la ciudad y los de a pie salen a caminar y disfrutar del sol y del aire, un poco más limpio ese día de la semana que el resto de los días laborales.

Sin embargo, poco a poco, todos percibieron que algo raro ocurría en esa ciudad, en ese domingo. Algo era diferente a los demás días, algo extraño se percibía. En los tótems que regulaban el escenario del tránsito y la movilidad urbana, como altares instalados junto a las aceras y al asfalto gris, se veía menos colorido.

Los colores rojo, verde y ámbar dentro de sus círculos, en los imponentes pedestales en forma de tótems fálicos y distribuidos por toda la ciudad, marcan el movimiento de las máquinas con motor y ruedas, auténticas depredadoras de espacio público. En esa misma estructura, a los sumisos de a pie, con unos canenes verdes y rojos en sus cuadrados, se les indica cuando se les da o no permiso para, rápidamente, pasar de una acera a otra y no hacer esperar mucho al poderoso metálico, ansioso de ponerse en marcha de nuevo.

El rojo, el verde y el ámbar se disputan los tiempos, aunque el ámbar apenas juega en esa disputa, es un color de transición, un segundón. Pero en esa disputa, no saben que las instituciones políticas con sus sistemas inteligentes de “Gran Hermano”, lo llaman “Smart-city”, y sobre todo bajo la influencia de los poderes fácticos, dirigen el ritmo de los colores a su antojo. Ahora…mucho tiempo al verde y poco al rojo…ahora poco tiempo al rojo y mucho al verde.

Los depredadores de metal con motor y ruedas rujen parados, impacientes, con sus motores en marcha. En los días laborales en hora punta, y casi siempre, las calles de la ciudad están llenas de estos especímenes contaminantes y ruidosos. Hay que contentarlos y que el verde sea prioritario, para den rienda suelta a su instinto cochista. Los de a pie, sumisos en este juego maquiavélico, aguantan en el borde de las aceras a que el gran poder del sistema se apiade de su espera y les permita pasar de un lado a otro de la calle. El ámbar, en sus tres pobres segundos de vida en cada ciclo, trataba de mediar entre el rojo y el verde, para atenuar los cambios bruscos de velocidad de las máquinas de metal. Poco sentido había tenido hasta ahora su corta presencia en el tótem lumínico.

Pero a partir de ese domingo de primavera, el color ámbar dejó de mediar entre el rojo y el verde. Sin más, se quedó sólo en su círculo y empezó a ser el gran protagonista, parpadeando en la mayoría de los de los tótems luminosos de la ciudad. Algo raro estaba pasando y todos los ciudadanos de la pequeña ciudad norteña, los motorizados con ruedas y los de a pie, pensaron que, en los sistemas infalibles e inteligentes del control del tránsito y la movilidad, algo había fallado. Sería temporalmente, en breve, todo volvería a la vieja normalidad.

El que hubieran desaparecido temporalmente el rojo y el verde, no era mayor problema. La norma escrita y sagrada de las autoridades competentes en el tráfico, establecía que ante la presencia sola del color ámbar parpadeante, las máquinas motorizadas con ruedas, ante el paso de los de a pie por los lugares señalados, deberían de parar y cederles “siempre” el paso. No había concesión, era así. Todo era cuestión de paciencia para los que manejaban la máquina a motor con ruedas, había que controlar la ansiedad al volante por la situación temporal. El ámbar mandaba.

Pero transcurrió el domingo y la semana siguiente y los días, con el color ámbar como el único actor de la circulación. Las autoridades, ante las preguntas de todo el mundo por las circunstancias anormales del tráfico, respondieron que el problema era consecuencia de un extraño “virus” que había infectado sus servicios inteligentes de control del tráfico y que en poco tiempo los técnicos resolverían el problema. No había razón para la preocupación y pedía a los conductores de las máquinas con motor, paciencia y precaución para no atropellar a los de a pie cuando atravesaran las calles.

Mientras tanto en la ciudad se empezó a notar una serie de cambios en las calles y en las personas. Se redujo paulatinamente la velocidad de los vehículos a motor, ante el temor de atropellar gravemente a los viandantes. Muchos conductores optaron por dejar el coche ante la ansiedad que les producía no poder conducir a sus anchas y a su velocidad crucero como antiguamente, en que el verde era su mejor aliado. El color ámbar no admitía dudas, los pasos de peatones eran para los de a pie, que comenzaban a darse cuenta de las ventajas y lo agradable que era ahora, gracias al ámbar, moverse por la ciudad.

Siguieron pasando los días y el “virus” y la nueva situación, no solo afectó a los semáforos de la pequeña ciudad norteña, sino que se extendió por muchas otras ciudades del país y de otros países, sin que se encontrara un antídoto a esta situación. Ya se hablaba de pandemia, del “virus” #AMBAR21. Era necesario recuperar como fuera los colores verde y rojo, a los que todos estaban acostumbrados. Los técnicos en la materia lo intentaban entre debates y disputas, no encontraban la solución, no era fácil volver a la normalidad. En los medios de comunicación era el tema prioritario en las noticias. Los tertulianos en las radios y televisión no hablaban de otra cosa. Sólo algunos tótems, asintomáticos decían, funcionaban, unos pocos curiosamente ubicados en lugares estratégicos de la ciudad.

Con el paso del tiempo, las instituciones políticas y los poderes fácticos tuvieron que resignarse y comunicar a la población que la situación era irreversible y que, en los postes reguladores del tráfico, el ámbar parpadeante sería el único color existente. Había que adaptarse a la nueva situación, cambiar nuestro modelo de movilidad. Se anunciaron nuevas medidas en la movilidad, como ampliar y complementar a los semáforos en ámbar, con pasos de cebra, que irían ganando espacio para reducir costes energéticos. No era lo mismo mantener económicamente los tótems lumínicos con tres colores, que hacerlo con solo color un color, el ámbar.

Toda la sociedad tuvo que acostumbrarse a la nueva y extraña situación creada por el “virus” #AMBAR21.

Los del metal motorizados con cuatro ruedas tuvieron que ceder, no quedaba más remedio, habían perdido sus privilegios en la ciudad, no tenía sentido utilizar el coche, la velocidad se había reducido drásticamente y ya no era como antes. Mejor abandonar las máquinas motorizadas en la ciudad. El espacio público ya no era lo que era antaño, habían perdido su protagonismo y prepotencia.

Los de a pie, al contrario que a los de los coches, andaban a sus anchas. Sentían que la ciudad había cambiado. No se oía el ruido de los motores. La gente caminaba por las calles sin tensión. El aire era limpio y ya no era necesario usar la mascarilla para evitar la contaminación de los coches. La ciudad se había convertido en un lugar apacible y agradable, en donde se podía disfrutar de la vida en otras condiciones. Se podía socializar de otra manera. Se podía dejar a los niños jugar en las calles sin peligro de ser atropellados. Todo era mejor sin tanto metal contaminante alrededor.

El “virus” #AMBAR21 había cambiado el sistema, la vida de los ciudadanos a pie, había cambiado a mejor, para todos.

(Quizás haya sido una utopía, pero las utopías casi siempre han dado lugar a avances, a mejoras en la situación de un presente, la mayor parte de las veces muy negativo)

Blog de WordPress.com.

Subir ↑

A %d blogueros les gusta esto: